Inés M. Michel*
Hace
tiempo que no escribo para este blog (dejé de hacerlo en abril, siguieron cinco entradas hechas por mi papá y luego hicimos una pausa en las publicaciones; retomamos el mes pasado, de forma quincenal, y el martes me correspondía subir texto, el cual entrego con cinco días de retraso, rogando me disculpen). De hecho, hace tiempo que no escribo en ningún lado. La
imposibilidad de hacerlo se me vino encima en los últimos meses, luego de pasar
por ciertos episodios turbulentos que pusieron a prueba la pequeña embarcación
en la que navego por este mar embotellado.
La
calma pareció llegar lentamente, pero no así la escritura, que se me resiste
cruelmente cada que acudo a la hoja en blanco para intentar hacer brotar unas
cuantas palabras que se lleven esta sequía que se acumula por ya muchos días. Pero
nada sucede, las palabras se niegan a aparecer sobre las páginas que se
muestran impolutas. ¿Qué me ha sucedido? Esa gran pasión que me habita desde
mis años de infancia, ¿me ha dejado? ¿Cómo haré para recuperarla?
Acudo
al comienzo de algo que no sé qué es, un pequeño texto que escribí en abril
cuando me despedí del que aún siento como mi hogar.
***
El
amanecer se dibuja apenas en el horizonte. Mi vuelo parece que regresa a casa,
sin embargo, hay un inconveniente: en casa ya estoy, es decir, estoy en mi
hogar.
Deben
saber que el hogar no es donde uno nace, no coincide necesariamente donde se
radica. Ende lo explica mejor: “el hogar no precisaba estar por fuerza en el
lugar donde se había nacido. Tampoco coincidía con el lugar de residencia
actual…”[1].
El
hogar, me temo, es tan difícil o tan simple de hallar como el amor. Una
simplemente lo encuentra. Ahí está, cruzando la calle, en el número 156 – A. Le
rodean árboles, es de color claro, se presenta magnífico –o así le vemos-, se
construye conforme pasa el tiempo, se riegan sus plantas. Se llega a desmoronar
cuando se le abandona. Tan cotidiano llega a ser que podemos ignorarle, hacerle
sentir que es como cualquier otro, le vemos diario y olvidamos saludarle
efusivamente. Hasta que ya no está y entiendes que ese era el hogar, que ese
era el amor. Pero no lo es más aunque siempre vaya a serlo. Es tiempo de
moverse a otro hogar, a otro amor.
Me
fue más fácil con el amor. Lo del hogar fue un desastre.
***
Estoy
a punto de cumplir quince años viviendo en Guadalajara.
Todavía
no se siente como mi hogar, no del todo. Todavía necesito escaparme cada tanto
a Ciudad de México. Llego allá. Como si volviera al mar después de una lenta
asfixia en tierra firme, siento de nuevo que respiro, los pulmones se ensanchan
de nuevo y una sonrisa se dibuja en mi rostro, recorro sus calles y me vuelvo a
sentir en casa, vuelvo a sentirme yo. El problema es que el reloj de arena deja
caer cada granito y pronto mi tiempo para estar ahí se agota, necesito volver a
los quince años que construí en la perla tapatía. Me llaman el trabajo, los
planes que tengo, las personas que quiero.
Regreso
de cada viaje a México renovada, con un entusiasmo que creía perdido, pero la energía
se agota con rapidez. Quizá debiera volver a vivir allá, se apresurarán en
decirme, y créanme, llevo años pensándolo.
El
problema es que aquí hay algo que me ata a ciertos recuerdos y vidas pasadas,
que me impide volver a la ciudad donde crecí y dejar atrás lo construido en la
tierra que nací. Simplemente ya no soy de aquí (me fui antes de cumplir los dos
años), pero no me siento más como de allá (regresé antes de cumplir quince).
Ahora,
en la víspera de mis treinta, atrapada como lo he estado todo este tiempo,
entre dos ciudades, escribo algunos apuntes sobre la hoja en blanco, recordando
el departamento en que pasé mi infancia, el cual este año dejó de ser de mi
familia. Recordando que hasta hace algunos meses escribía cada quincena en Cuerdas Ígneas y preparaba un libro de
cuentos.
Quizá
estos apuntes me acerquen un tanto a esa yo apasionada de las letras, que ahora
mismo está estancada intentando remover el tiempo.
“Una
penumbra siempre igual, gris plomo, llenaba los espacios de Misraim, una luz
que no parecía venir de ningún sitio y que flotaba como niebla en el aire
inmóvil. Se dijo que no existía el tiempo si este significaba cambio, solo
había una permanente repetición de lo mismo, una actualidad perenne y amorfa. El
tiempo era como una espesa papilla que había que remover constantemente para
que permaneciera en movimiento. En cuanto uno retiraba la mano se paraba y no
había diferencia entre antes y después, como si el tiempo nunca se hubiera
movido…”[2].
Le
veo una ventaja a mi estancamiento, y es que la creatividad nace de la angustia, como el día nace de la noche oscura.
Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes
estrategias.
Así,
pensando en las palabras de Einstein, decido que este podría ser el comienzo de
una novela o de un libro de cuentos, que con algo de fortuna, quizá pueda ser
un homenaje a Ende.
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